Granada es el centro, desde donde se irradia la imagen procesional de esculturas individualizadas, dotadas de un realismo teatral y de allí pasó a Sevilla, donde durante el S. XVII, Montañés la eleva a su máxima expresión.
Pablo de Rojas, cuyo verdadero nombre era Pablo Sardo González, nacido en Alcalá la Real en 1549 y muerto en Granada en 1611, personifica la transición entre la escultura romanista del S. XVI y la barroca del S. XVII. Según Pacheco, fue maestro de Martínez Montañés e incorporó modelos realistas que transmitió a toda Andalucía.
Tradicionalmente los escultores se habían dedicado a realizar retablos y, aunque durante el S. XVI ya existían pasos procesionales, estaban considerados como trabajos de orden inferior. La interpretación de las imágenes de Rojas suponen una transformación fundamental, él las dignifica, dándoles no solo su maestría, sino dotándolas de sentimientos, lo que encajaba perfectamente con los planteamientos del Concilio de Trento. Además se le puede considerar el introductor del modelo del Nazareno, que en actitud de caminar busca la simulación de su visión andando por las calles, como ocurre con su «Cristo atado a la columna» (Ecce Homo) de la Iglesia Imperial de San Matías de Granada, conocido como El Cristo de la Paciencia.
A la concepción corporal del cuerpo, hay que añadirle un cierto distanciamiento del sentimiento de dolor y patetismo, que queda patente en la ausencia de laceraciones y la no presencia de sangre. Aunque no se sabe con seguridad quien se encargó de su policromía, era habitual en las obras de Pablo de Rojas trabajar con su tío Pedro de Raxis; existe documentación de diversos trabajos conjuntos, como el Retablo de La Antigua, en la Catedral de Granada, del que solo se conservan cuatro esculturas, ya que fue desmontado en el S. XVIII.
Notable la diferencia entre la escuela granadina y la castellana (Valladolid), no hay más que ver la misma talla pero de Gregorio Fernández.
Pedro de Mena está considerado el gran maestro escultor de la escuela granadina y a su fama le precede el haber sido colaborador de Alonso Cano.
Antes de él, hay que considerar la figura de su padre, Alonso de Mena. quien preludia los tipos iconográficos de la escultura contrarreformista. Con el Santiago Matamoros, que realiza para la Catedral de Granada alrededor de 1640, se coloca de lleno dentro de los postulados tridentinos, al ubicarlo del pleno S. XVII y representarlo como un caballero contemporáneo. Fue un encargo de los aristócratas granadinos para conmemorar la victoria sobre la herejía en Europa.
A su muerte, su hijo pero, junto a Bernardo de Mora y Cecilio López se hacen cargo de su taller. Siguiendo los pasos de su padre, Pedro se convirtió en un gran creador de tipos iconográficos, recibiendo constantemente encargo de sus tipos más conocidos, como el franciscano San Pedro de Alcántara, canonizado en 1669 y principal precursor de la corriente más rigurosa de los franciscanos en España, los conocidos descalzos o alcantarianos.
Santa Teresa, su biógrafa, le describía como alto, calvo y enjuto y Pedro de Mena se ajustó a esa descripción: el santo de pié, en actitud de escribir, suspende un momento la redacción para atender la inspiración del Espíritu Santo, elevando su mirada al cielo; demacrado por sus continuas penitencias, lleva la capa corta de los franciscanos descalzos, tal y como se conserva en el Museo Nacional Colegio de San Gregorio de Valladolid, procedente de la colección Güell. De Mena la realiza en 1663, cuando es nombrado escultor de la catedral de Toledo. En el convento de las capuchinas de San Antonio Abad de Granada existe otra obra, prácticamente idéntica y que podía ser algo anterior.
En 1658 formaliza un contrato con los canónigos de la catedral de Málaga para la ejecución de las esculturas del cuerpo superior de la sillería, el remate y el ensamble de la crestería del conjunto, en total 45 imágenes de talla, en madera de cedro sin policromar. No se sabe exactamente cuántas salieron de sus manos, los autores no se ponen de acuerdo, pero se trató de un encargo que duró hasta 1662, recibiendo grandes elogios a su conclusión.
Viaja a Madrid, probablemente aconsejado por su maestro Alonso Cano, para ampliar sus contactos y conocer lo que se realizaba en uno de los focos más activos de la época. Es en ese viaje donde se le nombra escultor de la catedral de Toledo (Mayo, 1663) y el encargo de una sus más impresionantes obras, La Magdalena penitente para la Casa Profesa de los Jesuítas toledanos. Gregorio Fernández ya había fijado hacía bastantes años su iconografía, con la que había realizado para el convento de las Descalzas Reales en 1615.
La escultura, de tamaño natural, fue realizada a su retorno a Málaga en 1664, según puede leerse en la inscripción de las tres cartelas de su peana «Faciebat Anno 1664/Petrus D Mena y Medrano/Granatensis, Malace». La imagen muestra su piel lisa, a pesar del sufrimiento interno, en contraste con la aspereza de la palma que la cubre, su mirada se inclina y concentra en el crucifijo en señal de místico diálogo. La talla sufrió un largo periplo hasta su llegada al Museo del Prado, a quien pertenecve, aunque se encuentra en depósito en el Museo Nacional Colegio de San Gregorio de Valladolid.
Tuvo tres hijas y al menos las dos mayores, aprendieron el oficio de su padre y siguieron esculpiendo a pesar de profesar como religiosas en el convento de Recoletas Bernardas del Cister de Santa Ana de Granada, bajo los nombres de Sor Claudia de la Asunción y Sor Andrea Mª de la Encarnación, realizando dentro del convento un San Benito y un San Bernado para procesionar. La mayor además labró un Ecce Homo y una Dolorosa siguiendo las pautas de su abuelo.