Hace unos días, durante una visita al Museo de Escultura de Valladolid y admirando sus bellas obras, alguien me recordó el Concilio de Trento, un concilio ecuménico de la Iglesia católica, que se desarrolló en periodos discontinuos durante veinticinco sesiones entre los años 1545 y 1563.
La doctrina que surgió de él, cambió el modo de ver y utilizar las imágenes religiosas, que debían ser realistas y dramáticas, a fín de llevar a la piedad a los fieles, pero no a la adoración de la imagen en si misma, sino para que a través de ella, se adore a Dios.
Este modo de utilizar la apologética católica, dio como resultado en el campo del arte, al Barroco. Y pintores, escultores y demás artistas, se aplicaron a ello, dejándonos auténticas obras de arte en la imaginería, que aún hoy siguen causando asombro por su realismo y belleza.
Gregorio Fernández (1576–1635) continuó con la tradición de la imaginería castellana iniciada por Alonso Berruguete y Juan de Juni, en la que profundizó desde Valladolid, donde Felipe III había establecido su Corte, convirtiéndose en el máximo exponente de la escultura barroca del momento. Los pliegues angulosos, heridas, llagas sangrantes y movimientos congelados caracterizan su estética, que evolucionó progresivamente del manierismo al naturalismo, creando iconografías propias. Esta escultura resume el sentir que San Ignacio de Loyola impulsó a partir de sus Ejercicios Espirituales: el instante congelado, la mirada absorta ante el Crucifijo y un severo ascetismo, evidentes en esta pobre mujer, aislada, que vivía entre alimañas, a la que acompaña un cráneo que alude a lo trascendente de la muerte y el tarro de perfume con el que ungió a Jesús. El detalle del roto en el vestido de su Magdalena, nos da un claro ejemplo de su naturalismo.
Cuando Pedro de Mena llega a la corte de Madrid en 1658, visita el Real Monasterio de las Descalzas Reales, edificio que custodiaba y aún custodia, esa “Magdalena Penitente” tradicionalmente atribuida a Gregorio Fernández y tomándola como ejemplo realizó la suya y de la que ya hablé en otro artículo dedicado a la escultura barroca.
También es interesante plasmar las diferencias entre estas María Magdalena y la de Donatello, realizada doscientos años antes, en 1453 y que se encuentra en Museo dell’Opera del Duomo de Florencia.
Es de canon alargado, vestida con una ajada prenda de piel mientras descansa el peso sobre la pierna izquierda y parece avanzar con la pierna derecha, mientras que las españolas avanzan con el pie izquierdo. Su cuerpo aparece ligeramente girado, el cabello es largo, su rostro demacrado y su cuerpo frágil debido a la abstinencia y los ayunos de la penitente: los ojos hundidos, sin dientes, mientras que sus manos alargadas y huesudas aparecen sobre su pecho en forma de oración.
La iconografía de María Magdalena la representa en los tres casos, como una prostituta arrepentida que, según la leyenda aurea, buscó su salvación en la soledad de la naturaleza, retirándose a la cueva de Sainte Baume,
Ciertamente no se cual de las tres es más bella.