IGLESIA DE GESÙ NUOVO (Nápoles)

 

FACHADA PRINCIPAL

La iglesia del Gesù Nuovo, junto con los edificios adyacentes de la Casa Profesa y del Palacio de las Congregaciones, constituía el conjunto más importante y prestigioso fundado en Nápoles por la Compañía de Jesús.  La iglesia nació de la transformación de uno de los más hermosos palacios de la Nápoles renacentista, él de los Sanseverino, príncipes de Salerno, construido en 1470 por el arquitecto Novello de San Lucano.   Tras la rebelión de 1547 contra el virrey don Pedro de Toledo, causada por el intento de éste de introducir en el Reino la Inquisición española, Ferrante Sanseverino cayó en desgracia y sus bienes fueron confiscados y vendidos, ocasión que aprovecharon los jesuitas para comprar el palacio, pagando por él la considerable suma de 46.000 ducados.  La elección de los jesuítas no fue casual, de hecho el palacio, dada su situación, podía convertirse en un edificio de culto, satisfaciendo de ese modo, los deseos de los nobles napolitanos, que no querían que el palacio real de los Sanserverino fuera demolido.

PLANTA

Las obras, financiadas por Isabel Feltria de la Rovere, princesa de Bisignano, fueron encargadas al arquitecto jesuita Giuseppe Valeriano, que, aprovechando las áreas internas del palacio y del jardín, realizó un templo con planta de cruz griega (el brazo longitudinal ligeramente más largo), contenido en el perímetro del palacio anterior, utilizando los paramentos murales ya existentes, comprendiendo también la fachada.

Estaban formados por almohadillas de traquita cortados en forma de diamante, una estructura mural singular que representaba un ejemplo único en la arquitectura napolitana y que en Italia cuenta con pocos ejemplos: palacios Bevilacqua en Bolonia, de los Diamantes en Ferrara y él llamado «lo Steripinto» en Sciacca.  Además las almohadillas del edificio napolitano, presentan en la superficie singulares incisiones,  las marcas de los lapidarios, o sea signos que los canteros dejaban como firmas para que el jefe de obras, después de controlar el número de piedras que habían tallado, pudiera dar a cada obrero el pago correspondiente.

La iglesia fue consagrada el 7 de octubre de 1601 y dedicada a la Virgen Inmaculada, pero, desde el principio, fue llamada «Gesù Nuovo», para distinguirla de la otra iglesia preexistente de la Compañía, a la que, en consecuencia, se le dio el nombre de Gesù Vecchio.  Al entrar en la iglesia, se percibe una sensación de profundo estupor por la extraordinaria riqueza decorativa interior que, no obstante el dominante tono barroco, fue realizada en un período de tiempo que va desde los primeros años del siglo XVII hasta todo el siglo XX.

El Gesù Nuovo guarda un repertorio que nunca la producción napolitana había visto, a cuya realización concurrieron no sólo protagonistas renombrados, entre los cuales estaban Giovanni Lanfranco, Cosimo Fanzago, Luca Giordano y Francesco Solimena, así como muchos artesanos: entalladores, canteros, latoneros, estucadores, que con su maestría contribuyeron a acrecentar la magnificencia de la iglesia.

La cúpula de la iglesia fue construida entre 1629 y 1634 por el arquitecto fray Agazio Stoia y pintada al fresco por Giovanni Lanfranco entre 1635 y 1636. Tras derrumbarse en 1688 debido a un terremoto, sobrevivieron sólo los cuatro Evangelistas representados en las pechinas, uno de los cuales, San Mateo, lleva la firma LAN/FRAN/CUS. Destruida también la segunda cúpula construida por Arcangelo Guglielmelli y pintada al fresco por Paolo de Matteis entre 1713 y 1717, la actual «escudilla» realizada en cemento armado en 1973 es la copia de la tercera cúpula construida por Ignazio di Nardo alrededor de 1784 y después destruida por problemas estructurales.

Cada rincón, cada capilla guarda joyas increíbles.  El ábside exalta la figura de la Virgen Inmaculada a través del ciclo de frescos de Massimo Stanzione y un conjunto de esculturas, cuyo centro es la efigie en mármol de la Virgen Inmaculada, de Antonio Busciolano en 1859.  Las figuras de Ángeles y el Globo en lapislázuli sobre el cual se yergue la estatua es lo que queda de una espectacular composición escultórica del siglo XVIII. La estatua de la Virgen, dentro en un amplio y profundo nicho, está en el centro de la escenográfica pared de mármoles policromados, realizada en la primera mitad del XVII por Cosimo Fanzago, que imprimió un ritmo a la superficie parietal mediante la inserción de seis columnas de alabastro:  las centrales flanquean el susodicho nicho, mientras que las laterales enmarcan dos altorrelieves, que representan San Ignacio y San Francisco Javier, del taller de Vaccaro, y las estatuas de San Pedro y San Pablo, obra de Busciolano.

La primera capilla de la nave derecha es dedicada a San Carlo Borromeo, personaje de relieve de la Contrarreforma, y además amigo y protector de la Compañía de Jesús.  El Santo, arzobispo de Milán, fue representado en éxtasis en la pintura que domina el altar por Giovan Bernardo Azzolino, autor también del ciclo de pinturas al fresco de la bóveda, que representa su obra de asistencia a los apestados (1618-1620).

La Capilla de San Francisco Javier, que corresponde al brazo derecho del transepto, exalta la figura del iniciador de las misiones jesuíticas en la India y en Japón. Es protagonista de los frescos de la bóveda de Belisario Corenzio y de Paolo de Matteis, del cuadro del altar, de Giovan Bernardo Azzolino de 1640, que lo representa en éxtasis y las tres pinturas de la parte superior de Luca Giordano, realizadas entre 1676 y 1677, que representan: el central, el Santo cargado con las cruces; él de la derecha, bautizando a los indios, y él de la izquierda, el Santo que por milagro halla el crucifijo entre las bocas de un cangrejo.  Una modesta estatua de madera, colocada bajo el altar en 1934, recuerda su muerte solitaria, que tuvo lugar en la isla china de Sancián. Trabajaron a la decoración del rico revestimiento de mármol de la capilla, entre 1642 y 1655, Donato Vannelli, Antonio Solaro y Giuliano Finelli.   Las estatuas de los nichos, situadas a los lados de la pintura del altar, que representan San Ambrosio y San Agustín y que provienen de la capilla de San Carlo Borromeo, son obras de Cosimo Fanzago.

La capilla siguiente fue edificada por los jesuitas en memoria de su primera benefactora, Roberta Carafa, duquesa de Maddaloni. Hasta aquel momento la capilla fue dedicada al Crucifijo que, flanqueado por la Virgen Dolorosa y por San Juan Evangelista, se admira todavía hoy en día en el altar. Las tres esculturas de madera se caracterizan por un fuerte expresionismo, que destaca gracias a la intensidad de los colores.  Se atribuye el grupo a Francesco Mollica, artista de la segunda mitad del siglo XVI. A los lados del altar hay dos nichos que acogen otras tantas estatuas de madera: a la derecha la del XIX de San Juan Edesseno, cuyas reliquias se guardan en una urna cineraria romana del siglo IV, proveniente del área de Villa Melecrinis en Nápoles, y, a la izquierda, la del XVIII de San Ciro, médico y ermitaño egipcio, a cuyas reliquias, colocadas en la urna bajo el altar, acuden todavía hoy en día cientos de fieles.

La Capilla de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, fue diseñada por Cosimo Fanzago, que trabajó para él en períodos alternos desde 1637 hasta 1655, con la ayuda de Costantino Marasi y Andrea Lazzari. A través del empleo de volúmenes contrapuestos, que destacan debido a un continuo juego de luces y sombras, crea nuevos espacios para acoger las obras pictóricas y escultóricas, exaltando su significado religioso y espiritual.  Suyas son también las estatuas de los profetas David y Jeremías, realizadas entre 1643 y 1654. Encima del altar se encuentra una pintura de la Virgen con el Niño entre San Ignacio y San Francisco Javier de Paolo de Matteis, realizada en 1715 para la iglesia de los Jesuitas de Tarento.  (Imposible de fotografiar)

Una de las obras más célebres del Gesù Nuovo es sin duda el fresco de la contrafachada,  que representa la Expulsión de Heliodoro del Templo, y que se considera unánimemente la obra maestra de la madurez de Francesco Solimena, firmada y fechada 1725.  Bellos ciclos de frescos revisten las bóvedas del crucero y de la nave principal, por ejemplo las diez pinturas de la bóveda de cañón desarrollan el tema del Nombre de Jesús, del cual la Compañía toma su denominación, los frescos fueron ejecutados por Belisario Corenzio entre 1636 y 1638 pero, a finales del siglo XVII, los dos paneles centrales fueron repintados por Paolo de Matteis con el Triunfo de la Inmaculada y de San Miguel contra los demonios y la Circuncisión de Jesús.

BORROMINI Y SAN CARLO ALLE QUATTRO FONTANE

 

Francesco Borromini (1599-1667) nació en Bissone, cerca de Lugano, era pariente de Carlo Maderno, arquitecto de origen italiano, nacido en Capolago,  en el cantón del Tesino, que pertenecía a una familia de canteros, sobrino a su vez de Domenico Fontana, con quien se formó en Roma, como cantero y estucador.

Maderno fue el protector de Borromini. Cuando llega a Roma en 1620, Maderno, conocedor de su talento, le toma como ayudante y trabaja con él en el Palazzo Barberini, en San Andrea della Valle e incluso en San Pedro del Vaticano. También trabaja con Bernini, arquitecto papal a la muerte de Maderno.  Borromini, hombre solitario e incluso enfermo mental según algunos, rompe con Bernini en 1633, alimentando una oposición, apoyada por su envidia, que no termina sino con su suicidio, aunque parece que no fue ese el motivo de su grave depresión.

AXONOMETRÍA Y PLANTA

Borromini es un artista original y personalísimo, con un concepto de la arquitectura totalmente novedosa y sin raíces clasicistas, como un artista progresista, enraizado en su tiempo y con la valentía suficiente como para proponer soluciones rompedoras con todo lo anterior.  Realmente Borromini encarna el espíritu del Barroco, utilizando su pasión y una imaginación desbordante, convirtiéndose, de ese modo, en el primer artista moderno.

PORTADA

Para construir San Carlo alle Quattre Fontane, que comprendía un convento, sus dependencias y una capilla, le ofrecen un espacio pequeño e irregular, que él resuelve con maestría.  Pero es en la iglesia donde muestra toda su sabiduría e imaginación.  La coloca en una esquina del solar que coincide con un chaflán de los cuatro que produce el cruce entre dos calles.  La calle a la que mira la portada es muy estrecha, por lo que la verticalidad no debía ser muy pronunciada y para disimularla, Borromini alabea la fachada con entrantes y salientes cóncavo-convexos.

Después se accede a un espacio ovalado orgánicamente, aunque todo está calculado geométricamente; oval que no resulta rígido pues se alabea siguiendo el ritmo de la fachada.  Una serie de pilastras adosadas al muro enmarcan espacios y puertas, sin interrumpir la visión que se dirige al altar mayor, al tiempo que sostienen remarcando el entablamento, sabiamente curvado para servir de arranque a las pechinas que sostienen la bóveda cupulada, igualmente oval, y adornada con casetones hexagonales y octogonales que dibujan cruces con sus lados.  Son profundos, con lo que distribuyen luces y sombras.  La luz procede de una linterna, además de unas aperturas en el anillo de arranque de la bóveda, disimuladas con unas preciosas hojas estilizadas.

El claustro, de dos pisos, es hexagonal pero ovalado, con columnas unidas formando un entablamento de dos en dos y entre ellas arcos de triunfo en toda la zona baja y la alta, también con columnas y recorrida por una balaustrada.

Bajo la iglesia hay una pequeña cripta, que sigue el modelo superior.

Esta obra cobró fama inmediatamente y fue estudiada e imitada por todo el mundo, más que en la propia Roma, donde reinaba Bernini.

CARAVAGGIO NO ES SOLO TENEBRISMO

 

Michelangelo Merisi, llamado Caravaggio por su pueblo natal, cerca de Bérgamo (1573-1610), nos presenta una pintura realista, cruda y descarnada, carente de la belleza clásica o idealizada.  Recurre a personajes de la calle para presentarnos unas imágenes reales y naturales, de rostros sin dulcificar, vestidos poco o nada lujosos, de ademanes casi groseros y expresiones rudas y directas.  Pero en su obra no solo hay tenebrismo, en ella existen muchos matices y variantes que obligan a no encorsetar a Caravaggio bajo un solo título formal.

BACO ENFERMO

Pasó un tiempo de formación en Milán con maestros de segunda categoría pero no queda ninguna obra de esa época y es imposible juzgarlas. Viaja a Roma donde se «cuece» el arte más interesante, pero pasa bastante desapercibido y del 90 al 99 se dedica a pintar paisajes, obras de género y alguna obra donde empieza a despuntar su genio creativo, como su «Autorretrato como Baco o Baco enfermo» (1593-94), en la que según Graham-Dixon «hay algo de aprendiz de brujo con insinuaciones de comportamientos ilícitos», que debió pintar para Guiseppe Cesari, que en 1607 se enfrentó imprudentemente al codicioso sobrino papal Scipione Borghese, admirador del trabajo de Caravaggio, ofreciéndole una oferta insultantemente baja por las pinturas, Cesari cometió la temeridad de rechazarla.  Borghese utilizó su influencia para que lo detuvieran con cargos amañados y se apropió de las 105 obras de la colección.  Este cuadro y el de «Muchacho con cesto de frutas» pertenecen desde entonces a la colección Borghese.

LOS TAHURES

Hacia 1599 y a través de Costantino Spata, que tenía una tienda en la plaza que daba a San Luigi dei Francesi, y había vendido alguna de sus obras, conoce a su benefactor, el cardenal del Monte, gran amante del arte, que le invita a su casa, El Palazzo Madama de Roma, y cuidaría de Caravaggio en los siguientes cruciales años de su vida.  Gracias a él entra en círculo de los más poderosos e influyentes coleccionistas de Roma.  Las obras que llamaron a atención del cardenal fueron «La buenaventura» y «Los Tahúres», primera está en el Museo Capitolino de Roma y la segunda en el Kimbell Art Museum de Fort Worth, Texas.   A pesar de que los historiadores de arte llamaron a este tipo de obra, pintura de género, no existía una pintura de género de esta naturaleza hasta que Caravaggio la inventó.  Introdujo un nuevo concepto en el arte, el del drama de los bajos fondos.  El gusto por este tipo de obras creció rápidamente y se extendió por toda Europa.   Los tahúres de Caravaggio dieron lugar a un mundo de tramposos de la mano de Bartolomeo Manfredi en Italia, Rembrandt en Holanda o Georges La Tour en Francia.

BACO

A partir de esa fecha comienza una etapa plena de obras importantes, entre ellas un nuevo «Baco», pintado entre 1597 ó 1598, que poco tiene que ver con el anterior y en el que despuntan cualidades personales que posteriormente eclosionarán en caminos más meditados y profundos. Caravaggio nos presenta a un dios sentado (novedad que tenía algún antecedente) con pámpanos en el tocado y la copa como toda iconografía.  La mesa es un bodegón ilustrativo. Pinta a un joven hermafrodita, de carnes blancas, labios sensuales y postura amanerada, sobre un fondo neutro y sin ningún volumen, indicado sin embargo por el escorzo del brazo y la mano que sostiene la copa. El brillante colorido le acerca a los venecianos. Se trata de una obra sofisticada y cortesana, calculada para atrapar la mirada del observador. Destila sensualidad y sin embargo tiene los ojos solemnes y tristes.  Los que perciben su aspecto cristiano quiza se hayan fijado en que la toga que lleva también parece una mortaja; el vino que ofrece, el vino de su sangre, a la que alude la sombra en forma de corazón proyectada por la licorera.  La aparente promesa de goce físico se ha transfigurado en un don metafísico. Pero lo novedoso e importante de esta obra es que no retrata al dios Baco objetivamente, según la tradición simbólica e iconográfica, sino que interpreta al dios desde la subjetividad, es decir, desde su propia experiencia, desde sus deseos y aficiones, desde su individualidad rica en sensaciones. Este cambio de objetividad a subjetividad indica la inflexión del mundo barroco respecto a lo anterior.

MAGDALENA PENITENTE

Hace unos días, durante una visita al Museo de Escultura de Valladolid y admirando sus bellas obras, alguien me recordó el Concilio de Trento, un concilio ecuménico de la Iglesia católica, que se desarrolló en periodos discontinuos durante veinticinco sesiones entre los años 1545 y 1563.

La doctrina que surgió de él, cambió el modo de ver y utilizar las imágenes religiosas, que debían ser realistas y dramáticas, a fín de llevar a la piedad a los fieles, pero no a la adoración de la imagen en si misma, sino para que a través de ella, se adore a Dios.

Este modo de utilizar la apologética católica, dio como resultado en el campo del arte, al Barroco.  Y pintores, escultores y demás artistas, se aplicaron a ello, dejándonos auténticas obras de arte en la imaginería, que aún hoy siguen causando asombro por su realismo y belleza.

Gregorio Fernández
Detalle del vestido

Gregorio Fernández (1576–1635) continuó con la tradición de la imaginería castellana iniciada por Alonso Berruguete y Juan de Juni, en la que profundizó desde Valladolid, donde Felipe III había establecido su Corte, convirtiéndose en el máximo exponente de la escultura barroca del momento. Los pliegues angulosos, heridas, llagas sangrantes y movimientos congelados caracterizan su estética, que evolucionó progresivamente del manierismo al naturalismo, creando iconografías propias.  Esta escultura resume el sentir que San Ignacio de Loyola impulsó a partir de sus Ejercicios Espirituales: el instante congelado, la mirada absorta ante el Crucifijo y un severo ascetismo, evidentes en esta pobre mujer, aislada, que vivía entre alimañas, a la que acompaña un cráneo que alude a lo trascendente de la muerte y el tarro de perfume con el que ungió a Jesús. El detalle del roto en el vestido de su Magdalena, nos da un claro ejemplo de su naturalismo.

PEDRO DE MENA

Cuando Pedro de Mena llega a la corte de Madrid en 1658, visita el Real Monasterio de las Descalzas Reales, edificio que custodiaba y aún custodia, esa “Magdalena Penitente” tradicionalmente atribuida a Gregorio Fernández y tomándola como ejemplo realizó la suya y de la que ya hablé en otro artículo dedicado a la escultura barroca.

También es interesante plasmar las diferencias entre estas María Magdalena y la de Donatello, realizada doscientos años antes, en 1453 y que se encuentra en Museo dell’Opera del Duomo de Florencia.

DONATELLO

Es de canon alargado, vestida con una ajada prenda de piel mientras descansa el peso sobre la pierna izquierda y parece avanzar con la pierna derecha, mientras que las españolas avanzan con el pie izquierdo. Su cuerpo aparece ligeramente girado, el cabello es largo, su rostro demacrado y su cuerpo frágil debido a la abstinencia y los ayunos de la penitente: los ojos hundidos, sin dientes, mientras que sus manos alargadas y huesudas aparecen sobre su pecho en forma de oración.

La iconografía de María Magdalena la representa en los tres casos, como una prostituta arrepentida que, según la leyenda aurea, buscó su salvación en la soledad de la naturaleza, retirándose a la cueva de Sainte Baume,

Ciertamente no se cual de las tres es más bella.

ESCUELA GRANADINA ESCULTURA

Granada es el centro, desde donde se irradia la imagen procesional de esculturas individualizadas, dotadas de un realismo teatral y de allí pasó a Sevilla, donde durante el S. XVII, Montañés la eleva a su máxima expresión.

Pablo de Rojas, cuyo verdadero nombre era Pablo Sardo González, nacido en Alcalá la Real en 1549 y muerto en Granada en 1611, personifica la transición entre la escultura romanista del S. XVI y la barroca del S. XVII.  Según Pacheco, fue maestro de Martínez Montañés e incorporó modelos realistas que transmitió a toda Andalucía.

CRISTO DE LA PACIENCIA

Tradicionalmente los escultores se habían dedicado a realizar retablos y, aunque durante el S. XVI ya existían pasos procesionales, estaban considerados como trabajos de orden inferior.  La interpretación de las imágenes de Rojas suponen una transformación fundamental, él las dignifica, dándoles no solo su maestría, sino dotándolas de sentimientos, lo que encajaba perfectamente con los planteamientos del Concilio de Trento.  Además se le puede considerar el introductor del modelo del Nazareno, que en actitud de caminar busca la simulación de su visión andando por las calles, como ocurre con su «Cristo atado a la columna» (Ecce Homo) de la Iglesia Imperial de San Matías de Granada, conocido como El Cristo de la Paciencia.

ESPALDA DEL CRISTO DE LA PACIENCIA

A la concepción corporal del cuerpo, hay que añadirle un cierto distanciamiento del sentimiento de dolor y patetismo, que queda patente en la ausencia de laceraciones y la no presencia de sangre.  Aunque no se sabe con seguridad quien se encargó de su policromía, era habitual en las obras de Pablo de Rojas trabajar con su tío Pedro de Raxis;  existe documentación de diversos trabajos conjuntos, como el Retablo de La Antigua, en la Catedral de Granada, del que solo se conservan cuatro esculturas, ya que fue desmontado en el S. XVIII.

CRISTO ATADO A LA COLUMNA. GREGORIO FERNÁNDEZ

Notable la diferencia entre la escuela granadina y la castellana (Valladolid), no hay más que ver la misma talla pero de Gregorio Fernández.

Pedro de Mena está considerado el gran maestro escultor de la escuela granadina y a su fama le precede el haber sido colaborador de Alonso Cano.

SANTIAGO MATAMOROS

Antes de él, hay que considerar la figura de su padre, Alonso de Mena. quien preludia los tipos iconográficos de la escultura contrarreformista.      Con el Santiago Matamoros, que realiza para la Catedral de Granada alrededor de 1640, se coloca de lleno dentro de los postulados tridentinos, al ubicarlo del pleno S. XVII y representarlo como un caballero contemporáneo.  Fue un encargo de los aristócratas granadinos para conmemorar la victoria sobre la herejía en Europa.

A su muerte, su hijo pero, junto a Bernardo de Mora y Cecilio López se hacen cargo de su taller.  Siguiendo los pasos de su padre, Pedro se convirtió en un gran creador de tipos iconográficos, recibiendo constantemente encargo de sus tipos más conocidos, como el franciscano San Pedro de Alcántara, canonizado en 1669 y principal precursor de la corriente más rigurosa de los franciscanos en España, los conocidos descalzos o alcantarianos.

SAN PEDRO DE ALCÁNTARA

Santa Teresa, su biógrafa, le describía como alto, calvo y enjuto y Pedro de Mena se ajustó a esa descripción: el santo de pié, en actitud de escribir, suspende un momento la redacción para atender la inspiración del Espíritu Santo, elevando su mirada al cielo; demacrado por sus continuas penitencias, lleva la capa corta de los franciscanos descalzos, tal y como se conserva en el Museo Nacional Colegio de San Gregorio de Valladolid, procedente de la colección Güell.  De Mena la realiza en 1663, cuando es nombrado escultor de la catedral de Toledo.  En el convento de las capuchinas de San Antonio Abad de Granada existe otra obra, prácticamente idéntica y que podía ser algo anterior.

En 1658 formaliza un contrato con los canónigos de la catedral de Málaga para la ejecución de las esculturas del cuerpo superior de la sillería, el remate y el ensamble de la crestería del conjunto, en total 45 imágenes de talla, en madera de cedro sin policromar.  No se sabe exactamente cuántas salieron de sus manos, los autores no se ponen de acuerdo, pero se trató de un encargo que duró hasta 1662, recibiendo grandes elogios a su conclusión.

Viaja a Madrid, probablemente aconsejado por su maestro Alonso Cano,  para ampliar sus contactos y conocer lo que se realizaba en uno de los focos más activos de la época.    Es en ese viaje donde se le nombra escultor de la catedral de Toledo (Mayo, 1663) y el encargo de una sus más impresionantes obras, La Magdalena penitente para la Casa Profesa de los Jesuítas toledanos.  Gregorio Fernández ya había fijado hacía bastantes años su iconografía, con la que había realizado para el convento de las Descalzas Reales en 1615.

MAGDALENA MEDITANDO

La escultura, de tamaño natural, fue realizada a su retorno a Málaga en 1664, según puede leerse en la inscripción de las tres cartelas de su peana «Faciebat Anno 1664/Petrus D Mena y Medrano/Granatensis, Malace».  La imagen muestra su piel lisa, a pesar del sufrimiento interno, en contraste con la aspereza de la palma que la cubre, su mirada se inclina y concentra en el crucifijo en señal de místico diálogo.   La talla sufrió un largo periplo hasta su llegada al Museo del Prado, a quien pertenecve, aunque se encuentra en depósito en el Museo Nacional Colegio de San Gregorio de Valladolid.

Tuvo tres hijas y al menos las dos mayores, aprendieron el oficio de su padre y siguieron esculpiendo a pesar de profesar como religiosas en el convento de Recoletas Bernardas del Cister de Santa Ana de Granada, bajo los nombres de Sor Claudia de la Asunción y Sor Andrea Mª de la Encarnación, realizando dentro del convento un San Benito y un San Bernado para procesionar.  La mayor además labró un Ecce Homo y una Dolorosa siguiendo las pautas de su abuelo.